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por Alfonso Pinilla

El 23 de marzo de 2014 murió Adolfo Suárez. Dos días antes, yo me había reunido con Pilar Urbano en su estudio de Madrid porque ella me había prometido un “regalo de papel” de indudable valor histórico.

Se trataba del archivo personal de José Mario Armero, un importante abogado con bufete internacional durante la Transición, presidente de Europa Press y hombre cercano a Don Juan de Borbón. Armero es una figura crucial para entender la legalización del Partido Comunista de España, pues fue enlace secreto entre el presidente del gobierno y el líder comunista desde agosto de 1976 hasta, al menos, las primeras elecciones generales del 15 de junio de 1977.

Portada del último libro de Alfonso Pinilla La legalización del PCE. La historia no contada. (1974-1977) (Alianza Editorial, 2017)
Portada del último
libro de Alfonso Pinilla
La legalización del PCE. La historia no contada.
(1974-1977)
(Alianza Editorial, 2017)

Pilar me enseñó el archivo que la familia Armero le había cedido para un estudio que, finalmente, no iba a culminar porque en esos días se hallaba investigando otros asuntos. En 2009, Urbano había contactado conmigo vía e-mail porque estaba interesada en el atentado contra Carrero Blanco y se había cruzado con un artículo mío donde analizaba la percepción de aquél acontecimiento en la prensa. Me pidió periódicos de aquellos días y, encantado, colaboré enviándoselos, porque tengo un nutrido archivo al respecto. Amablemente, cinco años después me devolvía “el favor” con este material de José Mario Armero, mucho más valioso en términos historiográficos que los documentos periodísticos, ya publicados, que yo le había hecho llegar hacía un lustro.

Ante mí se desplegaba un variado conjunto de teselas que esperaban ser unidas para ofrecer el mosaico de aquél acontecimiento crucial en el tránsito hacia la democracia. Pedazos de servilletas de papel sobre los que Armero, con letra nerviosa, escribía consignas de Suárez a Carrillo; hojas de cuaderno escolar con doble raya donde el intermediario apuntaba mensajes que habría de trasladar a sus interlocutores; folios mecanografiados que constituían verdaderas actas de lo hablado en reuniones que nadie podía conocer; y, como “joya de la corona”, un trepidante diario de la esposa de José Mario, Ana Montes, cuya fluida prosa relataba las peripecias vividas junto a su marido en estas jornadas históricas donde la dictadura aún era una realidad, la democracia un proyecto y el presente un campo de minas. Armero no podía confiar a nadie sus gestiones, y necesitaba un fedatario de aquellos cruciales movimientos que desembocaron en la legalización de los comunistas; un cómplice que le acompañara y apoyara en tan delicada operación. Y esa complicidad la encontró en su mujer, entregada en cuerpo y alma –como José Mario– a la tarea de convertir a los antiguos enemigos del franquismo en fieles adversarios dentro de un sistema político democrático, homologable al occidente europeo.

Jueves, 14 de abril de 1977, cafetería del Meliá Castilla de Madrid donde se celebra el primer Comité Central del PCE en la legalidad. Armero apunta en una servilleta de papel las exigencias de Suárez a Carrillo para tranquilizar a los militares
Jueves, 14 de abril de 1977, cafetería del Meliá Castilla de Madrid donde se celebra el primer Comité Central del PCE en la legalidad. Armero apunta en una servilleta de papel las exigencias de Suárez a Carrillo para tranquilizar a los militares

Mientras la televisión ofrecía imágenes de las emotivas muestras de apoyo que todo el país rendía al presidente Suárez fallecido –paradojas de la Historia, el mismo presidente vituperado durante la Transición por muchos de los que ahora lo elogiaban–, yo me zambullía en “los papeles de Armero”, emocionado porque podría ­documentar, negro sobre blanco, muchos de los desconocidos movimientos que condujeron a la legalización de los comunistas. Sobre mi mesa se hallaban las primeras reuniones de Armero –impulsadas por el príncipe Juan Carlos– con Nicolás Franco Pasqual de Pobil, Teodulfo Lagunero y Santiago Carrillo en agosto de 1974, mientras el dictador se recuperaba de una tromboflebitis en su pierna derecha que, temporalmente, le había apartado de la Jefatura del Estado. Y pude constatar cómo Juan Carlos (en plena interinidad) le decía al sobrino de Franco en el Pazo de Meriás, durante la convalecencia del caudillo: “sé por mi padre que quien tiene acceso a Santiago es Pepe Mario Armero, habla con él para pulsar al líder de la oposición ante el cambio político que se avecina”.

Discreción

Junto a la confirmación de estos primeros contactos, disponía de valiosos documentos que demostraban la gestión de Armero como enlace de Suárez con el secretario general comunista nada más subir aquél al poder en julio de 1976. Nadie podía enterarse, el presidente fue tan discreto que ni siquiera sus ministros –excepto Osorio– conocían el papel de José Mario ante la cúpula del PCE. La historia tenía trazas de novela policíaca: reuniones discretas en restaurantes parisinos, o en idílicas villas cercanas a Niza; llamadas de teléfono desde Moncloa al domicilio de Armero donde el presidente trasladaba a su interlocutor mensajes de moderación política y paciencia para los comunistas; ansiedad de un Carrillo que, desde enero de 1976, vive en Madrid parapetado tras su peluca, preparando la salida del PCE a la superficie; detención y precipitada puesta en libertad del líder comunista en diciembre del 76; pacto entre Adolfo y Santiago para guardar el orden y mantener la serenidad durante el tenso entierro de los abogados laboralistas asesinados por la ultraderecha en enero de 1977; preparación y realización del único cara a cara que, en secreto, mantienen Suárez y Carrillo antes de las primeras elecciones generales, donde ambos pactan la legalización del PCE durante una lluviosa tarde en un chalé que Armero posee a las afueras de Madrid; tensa semana santa de 1977, donde Suárez da luz verde al “Sábado Santo Rojo”; y, por último, desesperado movimiento para mitigar un malestar ­militar creciente que puede desembocar en un golpe de Estado de imprevisibles consecuencias. Este asunto es especialmente importante para comprender lo delicado de aquél tránsito hacia la democracia.

Primer Comité Central

El PCE celebra la reunión de su primer Comité Central en la legalidad el 14 de abril de 1977. Lo hace en el gran salón del hotel Meliá Castilla de Madrid. Horas antes, Suárez llama a José Mario Armero y le confiesa: “he estado reunido con la cúpula militar hasta las cinco de la mañana y no puedo garantizar la seguridad de ­Carrillo y los suyos. El golpe puede ser inminente. Dile a Santiago que haga algún gesto espectacular para calmar a los militares”. En el pedazo de servilleta de papel reproducido en este artículo, Armero apunta con apresurada letra las consignas del presidente del gobierno al líder del PCE: “aceptación de la bandera rojigualda, de la unidad de España, de la monarquía y renuncia total a la violencia”. Al día siguiente, en multitudinaria rueda de prensa, Carrillo asume estas condiciones: “estamos en la reunión más difícil desde que terminó la guerra. En estas horas nos jugamos la democracia. No dramatizo: digo en este minuto lo que hay”.

Aquella legalización del PCE, de la cual se cumple este 2017 el cuarenta ­aniversario, demostró al menos dos cuestiones fundamentales:

Primera, que Suárez necesita tanto a Carrillo como Carrillo a Suárez. El presidente del gobierno precisa del concurso del principal partido de la oposición antes de la primera cita electoral porque, sin él, la democracia en ciernes no será creíble. El secretario general de los comunistas, por su parte, quiere la legalización cuanto antes para convertirse en actor político con posibilidad de influir, condicionar –y hasta de tocar poder– en esta mutación del franquismo a la democracia que está produciéndose. El trueque de legalidad por legitimidad explica la simbiótica relación entre estos dos enemigos que, como consecuencia de las difíciles circunstancias, se convierten en leales adversarios.

Superar los rencores

Segunda, que los cálculos electorales, los miedos circunstanciales y las necesidades mutuas se vieron acompañados de una auténtica voluntad de consenso por ambas partes; una voluntad que se tradujo en el afán compartido por superar los rencores de la Guerra Civil para definir un sistema político de convivencia basado en la tolerancia, el diálogo y la reconciliación. La lucha en las trincheras dio paso al debate en el parlamento, después de cuarenta años donde la discrepancia estaba penada y la verdadera paz fue sustituida por la losa de la victoria impuesta por una mitad de España sobre la otra.

Alcide de Gasperi, padre de la democracia cristiana en Italia, diferenciaba entre políticos (que sólo piensan en las próximas elecciones) y estadistas (que sólo piensan en las próximas generaciones). Siguiendo esta terminología, y después de estudiar mucho la intrahistoria de sus pactos, me atrevo a decir que Suárez y Carrillo eran dos políticos de raza que, por supuesto, pensaban en sus intereses a corto plazo y tenían sus cálculos electorales. Pero, al mismo tiempo, y en perfecta complementariedad con esta actitud, ambos demostraron ser auténticos estadistas que prefirieron cruzar el Rubicón de sus discrepancias ­ideológicas para dibujar un horizonte de convivencia viable en esta España tantas veces azotada por el partidismo sectario.

Sin la generosidad de Pilar Urbano y de la familia Armero Montes –que siempre respetó mi trabajo con tacto, delicadeza y elegancia– esta investigación no hubiese sido ­posible. Sin la paciencia de mi familia, a la que tantos minutos robé “por culpa de Armero y sus cuitas”, tampoco habría ­podido escribir las páginas de este libro que, con ilusión, ofrezco a los interesados en una etapa de la Historia de España que aún suscita enconados debates.

De santificación a satanización

Durante mucho tiempo la Transición fue santificada. Pura, limpia, aquella fase de nuestra reciente historia era colmada de parabienes, sobre todo por parte de sus usufructuarios. Hoy han cambiado las ­tornas, y de la santificación hemos pasado a la satanización por parte de aquellos que, en la mayor parte de los casos, ni han ­vivido ni han estudiado aquellos complicados años. Y así, estos detractores consideran “infecto enjuague” la sucesión de delicados pactos y califican de “traición” las inevitables renuncias que –a uno y otro lado del espectro ideológico– emergen cuando teoría y praxis política dialogan en complejas circunstancias. Pero la Historia no es un cuadro de Caravaggio con luces y sombras nítidamente diferenciadas, con buenos y malos simplemente dibujados, carentes de matices. Más bien, el devenir pasado y presente se parece a un cuadro de Velázquez donde los nítidos contornos se difuminan en la distancia (como los segundos planos en “La rendición de Breda”), mientras los radios de la rueca de “las Hilanderas” se desvanecen como consecuencia del imparable movimiento. Siempre lo digo: no hay lienzos unidimensionales en la Historia, códigos binarios claramente separados, sino poliedros cuya comprensión pasa por el necesario recorrido y comparación de sus caras.

El relato que ofrezco en este libro es subjetivo, porque no soy alma pura, ajena a los condicionantes históricos y a las ideas que me rodean. Sí, se trata de mi relato, de mi particular interpretación de aquello, pero garantizo que he guardado, con escrupuloso mimo y respeto, aquél consejo de Tácito que fundamenta el oficio de historiador: “explica el pasado de buena fe, sin ira y con estudio, de tal manera que lo argumentado pueda comprobarse documentalmente. Porque lo que no está escrito, no está en el mundo”. Y las cincuenta páginas de anexo documental que acompañan mi relato –con facsímiles y transcripciones de cada folio mecanografiado, de cada hoja de bloc, de cada servilleta de papel– prueban lo descrito. A usted, lector, dejo el particular juicio que le merecen aquellos hechos. La misión del historiador no es juzgar el pasado, sino hacerlo comprensible para que sea la sociedad quien recorra, libre, las muchas caras del poliedro •


 

Presentado el nuevo libro de Alfonso Pinilla García: “La legalización del PCE. La historia no contada”
Presentado el nuevo libro de Alfonso Pinilla García: “La legalización del PCE. La historia no contada”

Un historiador experto en la Transición

Alfonso Pinilla García (Montijo, 1976) es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura. La legalización del PCE. La historia no contada (1974-1977) (Alianza Editorial, 2017) es su quinto libro sobre la Transición. A lo largo de su obra ha analizado acontecimientos cruciales de aquél proceso desde distintas perspectivas, combinando el análisis de la prensa con archivos privados y judiciales.

Fruto de su trabajo son las siguientes publicaciones: Información y deformación en la prensa. El caso del atentado contra Carrero Blanco (Universidad de Extremadura, 2007); La Transición de papel (Biblioteca Nueva, 2008); El laberinto del 23-F (Biblioteca Nueva, 2010); Ideología e Información. La prensa francesa ante la muerte de Franco (Universidad de Extremadura, 2013).

En el año 2012 ganó la decimotercera edición del premio Rafael González Castell con la novela Historia del silencio (Ayuntamiento de Montijo / Diputación de Badajoz, 2013).