por Alfonso Pinilla
Se la veía paseando a Mumú, su perro blanco, como una Gloria Fuertes montijana, rodeada de niños, siempre los niños, su pasión y su vida.
Volcó su lírica en ellos, aunque guardaba en su alma secretas heridas, quizá por un amor perdido, al que siempre cantó entre líneas. Laly González Castell creció rodeada de libros, en una familia culta que guarda en Montijo el amor por las letras.
Con Laly, con Ana, compartí algunas tardes de tertulia literaria. Sentí mucho la muerte de Ana, buena persona con mayúsculas, excelente poeta que nunca –hasta donde yo sé– quiso publicar sus versos, por pudor. El paso del tiempo fue dejando ausencias y ajando velas. Ana ya no está, y Laly vive entre la bruma deshilachada de sus recuerdos, guardando en su alma versos para el futuro. Este verano iré a verla, confiando en que la estela de mi voz la lleve, siquiera unos minutos, a aquellos “festivales solidarios” en los que uno participaba entre la inocente algarabía de los niños correteando por un escenario pobre, pero atestado de ilusiones. En aquellas tardes de teatro no había trampa, sólo entrega de lo más valioso que tenemos, el tiempo, a los más vulnerables.
Más tarde conocí a Piedad, poeta y pintora, alma mater del premio González Castell que ha conseguido, a través de los años, mantener viva la memoria de su padre. Piedad ama, como sus hermanas, el sublime oficio del arte, con el que damos sentido a la vida y a la muerte, con el que luchamos por seguir siendo hombres a pesar de nuestra barbarie. Su poesía es desgarrada y dulce a la vez, como la propia vida.
La familia González Castell forma parte del patrimonio cultural montijano, y no convendría fijarse sólo en aquellos de sus miembros más conocidos y reconocidos en el mundo de las letras. Hay escenas que lo dicen todo sobre la calidad humana de los individuos, y aún recuerdo a Marga cuando el velo del olvido empezaba a nublar sus ojos. La veo acompañada, siempre, por su hijo Antonio, que vivió por ella y para ella en ese “declinar tranquilo de la vida” que es la vejez. Ese es el mejor verso, la mejor rúbrica a una vida, la compañía de tus seres queridos hasta el final, por eso estos tiempos coronavíricos han sido tan duros para quienes tuvieron que irse solos.
Decía al principio de este artículo que Laly no sólo es Mumú y los niños que la rodearon, no sólo es poesía infantil, sino verso roto por la ausencia. Ahí está su mejor lírica, la que azota y desvela, la que roza el desconsuelo pero alumbra, aquella que retrata un “corazón a la deriva”. “Mira mis manos abiertas –escribió– ya nada puedo ofrecerte / tan sólo puedo quererte /con esta amargura incierta… Porque perdí mi poesía / lloran mis versos sinceros. / Ven a buscarlos, pues muero / buscando tu mano unida / a mi mano, a mi vida”.
A tu vida, Laly, van unidas las manos de los niños que te quieren, de esos niños eternos que aún nos reconocemos en tus versos.