A mediados del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau en su obra El Contrato Social (1754), escribía y desarrollaba una clara distinción entre nación como realidad jurídica y pueblo como cultura, tierra, espacio vital, historia, costumbres y lengua, naciendo de este autor aquella famosa expresión: “el pueblo nunca muere”.
Sin obviar la consecuencia real, dura y penosa que asola en estas semanas todos y cada uno de los poros de la piel por los que este pueblo respira, el sentimiento de esta tierra, de nuestra cultura, de nuestros espacios vitales, de las costumbres –de esas que nos habla Rousseau– nos pide desde la razón y desde el sentimiento exclamar a gritos: ¡mañana es Semana Santa!
Pero toca hacer tabula rasa parafraseando ahora al filósofo inglés John Locke, si bien la expresión al parecer ser se debe a Tomás de Aquino. Con esta expresión hoy nos referimos a que cada individuo nace con “la mente vacía”, es decir, sin cualidades innatas de tal manera que los conocimientos y habilidades de cada uno de nosotros son exclusivamente fruto del aprendizaje, a través de sus experiencias y de sus percepciones sensoriales y entonces –vamos entrando en el meollo de la cuestión- desde esas percepciones sensoriales, nos interrogamos en torno a qué siente el pueblo de hoy ante una soledad impuesta pero amorosamente solidaria, ante una ofuscación de sentidos obstruidos por la pandemia, ante una falta de imágenes coloridas y sensoriales, ante un no desfilar de penitentes caminantes que se han paralizado en el baúl anual donde se guardan los enseres, insignias, capirotes, mantillas y cíngulos que son amor y expresión de fe. No pensemos por todo ello que no nos queda nada, no queda todo y mucho, queda el saber del pueblo.
Lo popular es del pueblo
Claro que se puede hablar ya de Semana Santa. Claro que hay Semana Santa porque ésta, ante todo y por encima de todo es Tiempo, en mayúsculas. Tiempo Litúrgico, es decir, momento de ponernos en contacto como Pueblo con Dios y un Dios que entrega a su Hijo para morir por nosotros. Pero no. Tampoco quiero yo “tirar” por ese camino (al que le podemos dedicar ricos matices didácticos y que en el fondo es lo que realmente da sentido a todo este sentir). Mi camino quiere ser el de la memoria colectiva del pueblo, el que nunca muere, el que nunca calla, el que siempre sabe qué decir en los momentos en que todo parece silenciarse.
Es ese saber del pueblo que no saber sobre el pueblo. Es querer descender hasta el peldaño más bajo del último umbral social y encontrarnos con la cultura de la religiosidad y la piedad popular. Es mirar a los ojos de la vivencia de unas gentes que entienden sin sumas teológicas (nada deleznables, por Dios santo), lo que en Historia llamamos, Historia de las Mentalidades y así, eliminar visiones despectivas a la hora de estudiar y hablar de “lo popular”. Sí, de lo popular, porque desde lo popular también mañana es Semana Santa.
Y al llegar ese momento, cuando creamos que estamos ahogados por el forzado enclaustramiento de la amenaza, con una adecuada metodología, como historiadores pasaremos nuestras miradas sobre aquellos acontecimientos repetitivos y previsibles: nuestras fiestas, los calendarios, las celebraciones, las cadencias festivas que vienen motivadas por los ritmos de la vida biológica, familiar y estacional. Y es entonces cuando desde esa profundidad de creernos ante la falta de libertad, nos llegará la propia LIBERTAD.
No habrá actos públicos de expresión de un fervor popular en torno a nuestras representaciones iconográficas que hablan de aquello que ocurrió hace más de dos mil años. Pero hay sentir, hay querer, hay vivir. Y así, nos presentaremos con el imaginario colectivo vestidos de blanco portando el verde del olivo de la esperanza, del clamoroso amor al Rey y del feliz acontecer de reconocer como pueblo quién es y por qué es todo.
Nos prepararemos para sentir, con el olor de la noche del Miércoles Santo, la mirada de la larga sombra de la cruz llevada en su hombro por cada enfermo, por cada familia, por cada esfuerzo. Y todo en una noche que bajo la luna que se acerca a su esplendor (Luna de Parasceve), parece decirnos: ¡es Semana Santa!
Caminaremos despacio, muy despacio. Avenida arriba en un nuevo Jueves Santo hacia el atrio del crucificado, hacia el lavatorio de nuestro ser, un ser enrojecido por amapolos nazarenos que dialogan con ese Cristo. Caminaremos para sentarnos todos juntos como pueblo que no muere al pie del Calvario y mientras agoniza, poder decirle que confiamos en él, que sabemos quién es, que queremos ser nuevos porque ese árbol del que cuelga, es tronco del que brotará un retoño, árbol de cuyas raíces dará fruto un vástago que pondrá final y será inicio de todo, un árbol que dejará de ser escarnio y entonces, adorar esa cruz, estar al lado de ella, a su Vera-Cruz.
Mañana es Semana Santa. Dolorosa en su Viernes Santo por la estancia recluida que evita la salida más que bicentenaria de una Madre que sabe del dolor de sus hijos, dolor de siglos, dolor en el tiempo, dolor a soledad: ¿hay alguien que sepa más en esa noche de soledad que ella?
Mañana es Semana Santa. Y el pueblo lo sabe porque el pueblo es el hombre y el hombre sabe del mundo, de la muerte, de la colectividad, de advocaciones, de temores y esperanzas, de ritmos y de tiempos, de aventuras y desventuras…sabe hablar de Dios y con Dios. Un Dios que ahora nos pide precisamente que ese silencio debe existir para espantar con su callar a ese loco que anda suelto.
Y llegará el sonido. Tienen que llegar sonidos que abren la estancia de la Esperanza, nuestro particular rincón de amor, nuestro aliento, nuestra vida, nuestra roca escarpada contra la que choca todo intento de fracaso y en ella quedan rotos los malos sueños. Y Él, convertirá la vida abrupta en playa de suave arena y entonces sí, escucharemos el mejor de los sonidos, porque nos llegará desde las campanas que nos alertan la presencia del que es preciso, de nuestro Cristo vivo.
Sí, mañana es Semana Santa porque mañana hay vida y resurrección, por aquel en el que yo sé que no muero. Confianza y esperanza, sabiduría certera de que este silencio de hoy, es belleza y grito abierto del ser humano a una vida que no tiene precio: convencido de que, lo que hoy parece derrota no es más que un adelanto al gran premio.
Sabemos que hay triunfo, que hay éxito, que somos “imagen y semejanza” y por tal, triunfo infinito, que somos pueblo unido pastoreados con fuerza y que viviremos seguros porque el extenderá su poder hasta los confines mismos de la tierra. Él nos traerá la paz” (Mi 5, 3-4). Mañana, es Semana Santa, el pueblo lo dice y el pueblo nunca muere.