por Chema Álvarez
El relato podría ser el de unos menores, de (continuación) edades entre 12 y 13 años, que a la caída de la tarde de un sábado cualquiera callejean por su pueblo, que puede ser Montijo o cualquier otro, pero que en esta ocasión diremos que es Montijo, cuyas calles y plazas recorren en un barzoneo imparable, del skate al atrio y del atrio a las pistas del pádel, parque de Colón, parque Choni, parque de las cumbres, recinto ferial, rambla, plaza y otros rincones que hacen de la infancia espacio para el recuerdo.
En un momento dado, por una de esas calles, un coche aminora la marcha y desde la ventanilla alguien les da el alto.
Es la policía local, los munipas de toda la vida, quienes se bajan y les hacen preguntas sobre su errático paseo, a dónde van, de dónde vienen, si han visto a alguien o saben algo de. Andan buscando no se sabe muy bien qué, tal vez algo relacionado con la quema de unos contenedores, un indicio, una prueba, un mechero, y con tal fin preguntan los nombres y los apellidos, las direcciones, tú dónde vives, les piden a los niños que les enseñen sus bolsos, sus mochilas, sus riñoneras, lo que llevan en los bolsillos, en un amago de cacheo e interrogatorio en plena vía pública a menores sin conocimiento, consentimiento o sospecha siquiera de sus padres o madres, pero sí con un miedo cerval de los mismos niños, que de repente se han encontrado ante la autoridad y un ejercicio de la misma que no conocen, que les convierte en sospechosos de un delito, un miedo que anida en el cuerpo durante algunos días, tal vez muchos, que a algunos les impedirá salir de casa y a otros a huir como alma que lleva el diablo cuando vean el coche de la policía local, ahora convertido en carroza espantaniños.
El utilitarismo (Bentham, Stuart Mill) es la doctrina filosófica que, a grandes rasgos, establece que todo acto viene determinado por sus consecuencias, que deben ser las de obtener el bien. Un utilitarismo negativo es el que dice que, a veces, para obtener ese bien, es necesario provocar un mal menor, algo así como cuando en las películas aplaudimos que algún agente de la ley ejerza la tortura contra los malos y le rompa los dientes para obtener información que le permita salvar a los buenos. El relato anterior sobre policías locales, mecheros e identificación de niños, es un ejemplo más de esta teoría.
Quis custodiet ipsos custodes? La frase, del poeta romano Juvenal, es tan vieja como el origen de la sociedad.
¿Quién vigila a los vigilantes? Las últimas manifestaciones y actuaciones de cuerpos policiales en contra de la derogación de la conocida como Ley Mordaza evidencian esa larva de autoritarismo que socava ciertos cuerpos armados. Barbaridades como la prevalencia del testimonio de un o una policía sobre el de otra persona por el hecho de llevar el primero un uniforme, sin que concurran otras pruebas, contradicen cualquier principio de igualdad en democracia y lo convierten, más bien, en principio de despotismo.
Esta y otras “virtudes” de dicha ley envalentonan a quienes confunden autoridad con autoritarismo.
Ahí queda el caso de la brigada antidroga de Mérida: acusación de torturas, robo, extorsión, registros sin autorización judicial y un largo etcétera a manos de policías nacionales y guardiaciviles, pocos días antes gente de orden, respetable.
Es de esperar que relatos como el narrado aquí de la policía local sean anecdóticos, aunque la deriva de la sociedad actual augura malos tiempos, peligrosos, donde de nuevo se abre paso el castizo “que vivan las cadenas”.
Tiempos en los que llevar encima un alijo de chuches se puede convertir en una situación de riesgo.