La fosa común de Luis Gragera

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por Abraham Gragera

La mañana del 16 de febrero recibí una llamada de mi madre: «Hijo, a las nueve y media, esta noche, en el programa la Sexta Columna hablarán de las fosas comunes, donde están enterrados los republicanos, y saldrá Montijo. ¿Te acuerdas de aquella exhumación, la del 79, cuando tu padre era primer teniente de alcalde, o el segundo alcalde, como le llamaban también, cuando gobernaban el PCE y el PSOE en el Ayuntamiento? Pues pondrán imágenes que grabó Mario y se hablará de cómo se hizo aquello, de lo arriesgado que fue. No te olvides de verlo. Quizá en alguna de las grabaciones veas también a tu padre. Qué obsesión tenía, desde antes de entrar en política, desde que éramos jóvenes, con sepultar dignamente a los represaliados («Rosa, lo primero que haré en cuanto entre en el Ayuntamiento será sacarlos de ahí, devolverles sus nombres, devolver sus restos a sus familiares»). Ya sabes cómo era. No veía el peligro».

Mi padre lleva mucho tiempo postrado en una cama, sin habla y posiblemente también sin memoria. La idea de verle a sus treinta y tres años, once menos de los que yo tengo ahora, en aquel cementerio donde, según mi madre, se pasaba los días, donde se celebró el primer funeral por los que fueron asesinados, como reza la placa del monolito conmemorativo, a causa de sus ideales, me perturbaba. ¿Qué sentiría? Yo tenía seis años en el 79, pero recuerdo bien a mi padre, con su abrigo marrón y su entusiasmo de hombre bueno, con su virtud a ultranza, la honestidad, y sus dos defectos imperdonables: la brillantez y la valentía -que los mediocres solían confundir con la soberbia y el egotismo-. Recuerdo bien la bala que descubrí una tarde, en un cajón del mueble librería, envuelta con cuidado, ceremoniosamente, tras escuchar a mi padre contarle a mi madre cómo la cogió de uno de los cráneos, quizá el del hermano de mi abuela, durante el desenterramiento.

Le vi solo de pasada, fugazmente, entre los obreros que, con pico y pala, sacaban a la luz la negrura de este país nuestro. Le vi como le recuerdo, luminoso, diáfano, como el invierno aquel de la Transición.

En el programa dieron testimonio el entonces alcalde comunista, Juan Carlos Molano, y el concejal del PSOE, Mario López. El primero siempre fue el adversario de mi padre, quien más contribuyó a emponzoñar su fama. El segundo, su inseparable, su compañero de fatigas. Ninguno de ellos estuvo muy inspirado, en mi opinión, pero al menos el primero le sacó partido a su natural falta de gracia. Indudablemente, los dos fueron protagonistas de aquel acto de justicia inusual incluso en nuestras fechas -ni la Ley de la Memoria Histórica ha conseguido lo que se consiguió en aquel momento: enterrar dignamente a los muertos, obedecer a la justicia natural, como Antígona, antes que a las leyes de los hombres-. Pero no pude evitar, oyéndolos, sentir la ausencia de mi padre. Ni el alcalde, como confesó el propio Mario, habría tenido el arrojo suficiente para llevar a cabo aquello, para seguir adelante con aquello incluso después del golpe de estado, ni Mario, tal vez, la iniciativa y la templanza. Mi padre sí; él tenía las tres cosas.

No me interpreten mal. No les reprocho al Sr. Molano y a Mario López que no citaran, siquiera por cortesía, al principal artífice de aquella exhumación pionera -uno de los pocos motivos de orgullo que, tal vez, le quedan a Montijo-. No le reprocho a nadie su deseo de notoriedad, ¿quién no lo tiene? Si escribo estas palabras no es para recordarles a quienes le conocieron quién fue mi padre, sino para que las nuevas generaciones de montijanos, cuya única memoria de aquella época son los programas como el de la Sexta Columna, sean conscientes de la ironía que encierran los ejercicios de memoria, de cómo al recordar seguimos olvidando; para que sean conscientes, en definitiva, de que la historia no la escriben solo los vencedores, sino también, por fortuna, los vencidos; y a veces los cobardes y los tontos.